lunes, 12 de noviembre de 2007

Rutina

8 a.m. de la mañana, suena el despertador. Me levanto pensando que mierda de día.

Se me hielan los pies al contacto de las baldosas. "Tengo que comprarme unas zapatillas" pero nunca tengo dinero.

Me lavo la cara y el espejo me devuelve el mismo rostro coronado por el mismo pelo indomable. Lo peino con la mano y algo se consigue mejorar.

Voy a desayunar: cereales en un bol de leche con cacao caliente. Lo engullo viendo las noticias de la mañana. Cuando ya intuyo que llego tarde a clase, pillo cualquier cosa (vaqueros, camiseta y el mismo jersey negro y rojo) y me voy a clase.

La gente de clase de inglés es estúpida.

El tren de ida y vuelta lo paso leyendo y criticando mentalmente los periódicos gratuitos: prensa amarilla que me da nauseas. Pero cuya parte, mmm, cultural, suele tener alguna cosa interesante que no me llega por newsletter.

Llego a casa de mi chica. Las ausentes de sus compañeras son unos personajes curiosos. La beso y hago el papel de buen novio.

A veces hay tiempo para mimos y algo de sexo, pero últimamente nos dedicamos a ver algunas series en v.o.s. bajadas de internet. Ella se tumba en mí y le acaricio el pelo. Quizás nunca llegue a comprender la tranquilidad que me invade cuando simplemente estamos así.

Otras veces, he de confesar que prácticamente la he violado. Me pone demasiado bruto.

Pero a penas mis posaderas se han acomodado al sofá ya estamos en la cocina liados con las sartenes, los saleros, las ensaladeras y esas cacharros innombrables que mi chica con tanta paciencia me intenta enseñar a usar.

Comemos, café y a clase.

Charlas insustanciales con la gente de clase: ¿Habéis visto el partido de ayer? ¡Qué guarra la de Gran Hermano, qué no?

Las escucho, sonrío, entro al trapo. Pero me canso. Prefiero ir a tomar un café con mi chica. A pesar que mi vida social se limite a ella. ¿Estaremos estancándonos?


¿Y después? Después acompañarla a casa, volver a la mía, cenar en compañía de los otros del piso viendo la mierda de turno en el televisor y sintiendo como la vida se va entre mis dedos.

Algunas noches duermo con ella. Ella se duerme antes. Empiezo a pensar que tengo insomnio. Y encima me destapa los pies. Pero merece la pena por poder despertarme con sus ojos.

¿Los fines de semana? Están muriéndose dentro de sí mismos.

Pero no, mi vida a los 21 no era así. No me la imaginaba así. No me imaginaba volviendo a casa a las once con una escoba de mango telescópico de vileda en las manos, aburrido de la música de mi mp3 y agobiado por todo lo que tenía que hacer al día siguiente.

No me imaginaba gritándole a mi madre por teléfono.