Las cosas cambiaron con una llamada el año más agobiante de mi corta vida.
Dos días antes mi madre me informó que mi abuelo iba a someterse a una operación de corazón (un doble bypass o no se qué) y a los dos días me comentó que había sufrido un ictus, o lo que es lo mismo, su mitad izquierda estaba totalmente paralizada.
En ese instante, el royo que en el que yo misma me había metido entre dos personas que tiraban de mi, el amigo que te insitía que no le prestabas atención, las lesbianas metidas en la habitación en la que tratabas vanamente en hacer vida, los examenes, todo, me dió exactamente igual. No importaban. Sólo que a veces se me encogia el corazón, las paredes amarillas parecía crecer hacia arriba y estrecharse hasta extremos axfisiantes.
Y salía sin dar explicaciones a alguna cafetería amable.
Fue cuando necesité huir. A donde fuera. Y la beca erasmus se presentó como un bonito regalo.
O como algo desastroso.
Pero en aquella época sólo tenía ojos para mi: mis relaciones, mi operación, mis neuras, mi miedo a la muerte, mi "no necesito a nadie", mi "dejadme sola", mi, me, mi, conmigo y punto.
Sin darme cuenta que mi propia familia estaba entrando en una pequeña crisis debida al desgaste.
Sólo me di cuenta ahora. Dos años más tarde de todo. Cuando ya no soy yo el centro del universo. Cuando empiezo a darme cuenta de lo que sucede a mi alrededor y cuando soy consciente que las acciones tienen efectos erosivos, como las olas del mar, capaces de romper rocas.
El año en Francia sirvio para pensar. Mucho ejercicio físico, una dieta baja en todo y unos exfuerzos irreverentes para expresarse en una lengua que no es la tuya (ni de lejos) con gente que tampoco la conoce, hace que ordenes más lo que hay dentro de tu coco.
También comienzas a darte cuenta de lo que dejas detrás. Y de quien es tu familia. A ser el apoyo lejano de tu madre, porque de repente, eres una pequeña mujer.
Son las primeras navidades de tu abuelo de medio lado, postrado en una silla de ruedas. Entonces me sentía incomoda. No sabía como comportarme. Y todavía sigo sin saberlo.
Subió una promoción de crios a la mesa de los adultos y los viejos fueron excluidos a una chiquitita. Hubo protestas en la cocina, murmullos entre las mujeres. Porque en tu familia, son las mujeres quien llevan los pantalones, pero son tan diplomaticas que murmuran y se muerden la lengua.
Segundo año y segunda pasada por quirofano. Comienza a ser una costumbre un poco molesta. Pero vuelvo un mes a casa. Noto de primera mano la pequeña erosión que mi abuelo causa. Veo a mi madre llorar por él.
Y ya comienzo a recordarlo como algo muerto, puesto que recuerdo como era antes de: sus paellas en el campo, su arte en la cocina, como me tiraba en el agua cuando era una cria. Y ahora, fuma y bebe. Y llora.
Paso el verano fuera de casa. No es porque quiera, quiero estar en casa pero las cosas surgen así.
Encuentro un piso con dos compañeras maravillosas y muy demasiado tias. Me integro en clase. Y tiemblo cada vez que mi madre me llama al movil por que sí.
La tercera navidad se nota que el abuelo también une, aunque se nota que las cosas no volverán a ser como antes. Pero la familia es fuerte. Es ferrea. Es de niquel.
Y el tiempo pasa y las cosas siguen como siempre. Solo que tirantes. El otro día vi a la abuela gritar. Porque erosionan. Traen consigo, como las olas del mar, lo peor de nosotros mismos. Lo que no queriamos que saliera a la superficie.
Pero la familia es fuerte. La familia se conoce demasiado bien y calla y soporta. Pero aunque la familia es ferrea, temo que se rompa.
Y tiemblo cada vez que mi madre me llama por que sí.