lunes, 18 de mayo de 2009

Sin sexo



Ayer los policías papales llamaron a mi puerta. ¿Tendría el volumen de la televisión muy alto?

- ¿Usted es…- Miró en sus papeles.- Eva del Prat?-
- Sí. ¿Algún problema?- Traté de parecer lo más encantadora posible.
-¿Soltera?-
-Sí…- Esa pregunta me descolocó un poco, ¿para qué querrían saber si era soltera?
-Síganos.-

Y cuando un policía papal te dice “sígueme”, tú le sigues. Me metieron en un coche y nos dirigimos al hospital. Un momento… ¿Al hospital!

-Perdonen- Les indiqué.- Me encuentro perfectamente. Pueden parar aquí y me voy por mi propio pie, no hay problema.-

Me ignoraron.

Pararon en la puerta y me indicaron que bajara. Fuera del hospital me esperaba una enfermera que me sentó en una destartalada silla de ruedas.

-¡Hola!- Estaba macabramente alegre. De esos excesos de alegría que no presagiaban nada bueno.

A pesar de su aspecto menudo y delicado, tenía la suficiente fuerza como para arrastrarme por todo el hospital.

Al cabo de un rato de pasar pasillos, ascensores y puertas, me atreví a preguntar.

-Perdone, ¿qué me van hacer? Creo que estoy bastante sana… Paso con las más altas puntuaciones la revisión de Calidad G del Papado.
-¡Oh! ¡Tranquila! ¡No tiene que ver con nada de eso! Pero te aseguro que no dolerá.- No le vi la cara, pero podría jurar que sonrió.

Parecía que nadie iba a resolverme las dudas.

Me llevó a una sala totalmente aséptica, llena de complicados aparatos médicos con una cama de observaciones en el centro. La luz blanca que surgía como de las esquinas de las paredes, reflejaba en los azulejos dándole un aspecto casi celestial. O polar. O de un cielo muy frío. De un cielo helado realmente inquietante.

De entre todos los aparatos surgió un doctor, largo como un día sin pan. Me tomó la tensión, me midió el pulso, me hizo pruebas de reflejos y me sacó sangre. Todo ello sin apenas mirarme, como si no tuviera conciencia de que yo fuese un ser humano.

-¿Eres alérgica a la anestesia?- Sus ojos glaucos me miraron largamente.
-Nunca me han operado. ¿Me van a operar?- El pánico se coló en mis palabras.

El médico meditó.

-Mmm… reza para no serlo.-

Y me dejó en la sala con las lágrimas bailándome en los ojos.

-¡Desnúdese!- Cantó la enfermera alegremente sobresaltándome. Un pijama de hospital me dio en el rostro, probablemente en su euforia me lo había tirado, esperando que lo hubiese recogido en un acto de reflejos gatuno.

Me miró y como no reaccionaba (me limité a mirarla de hito en hito), su expresión se volvió impaciente.

-¡Vamos! ¡Qué no tenemos toda la noche!

Y me empezó a desnudar de manera histérica: mi camisa voló por la ventana, los vaqueros se quedaron enganchados en una de esas extrañas máquinas hospitalarias y mi ropa interior quedó repartida por las esquinas de la habitación.

Me metió el pijama casi arrancándome la cabeza y me tomó de la mano. Tiró de mí por los pasillos, mientras apenas conseguí mantener su ritmo.

-¡Vamos! ¡Vamos!
-Estoy descalza.- Me quejé.- Es poco higiénico.
-¡Tonterias!- Y me empujó dentro de lo que parecía una sala de operaciones donde otra alegre enfermera le cogió el relevo y me guió hasta la cama.
-Pero… pero…- Traté de quejarme, pero apenas salían las palabras de mi boca.

De todas formas, las personas de las sala comenzaron a moverse alrededor mía sin percatarse de mi presencia. El anestesista se acercó a mí y me colocó una mascarilla de gas en la cara. Una de las enfermeras, en ese momento no podía distinguir entre la que me arrastró por el hospital o la de la sala, volvió trayendo una caja negra. En su interior, tras una tapa de cristal y encima de un lecho de terciopelo, había muchas cruces pequeñitas de distintos colores.

-¿Cuál quieres?
-La… negra y roja…- Susurré medio dormida.

Desperté al cabo de horas, creo. En una sala diferente, llena de camas de hospital vacías. A mi lado estaba el doctor pesimista de los ojos verdes. Me dio la impresión de que llevaba mucho tiempo a mi lado.

-Al final no resultaste alérgica a la anestesia.
-¿Qué me han hecho?- Pregunté nerviosa.
-Míralo tú misma.

Dirigió un espejo a mis partes más íntimas: mis labios interiores estaban cosidos y no tenía clítoris. En su lugar estaba la cruz que había elegido.

Desvié mi mirada atónita al médico, esperando respuestas de su inexpresivo rostro.

-Acabas de entrar en el Programa C del Gran y Divino Gobierno.- En sus labios dichos adjetivos sonaban como un insulto.- Básicamente, eso que ves que te han hecho. Aquí tienes el manual de higiene.- Me pasó un librillo con una portada de alegres colores cuyo título rezaba: “Cómo cuidar mis genitales ahora que han sido bendecidos”.
-¿Por qué?- Gemí.
-Eres soltera, ¿no? Cuando te cases te lo quitaran, es para preservar la pureza del alma y etcétera etcétera. Esperamos que haya tenido una buena operación, blablabla, y ya se puede ir a casa.- Soltó monótonamente, sin emoción. Sin si quiera un pequeño rastro de cinismo.
-¿Y el post operatorio?- Inquirí
-No tiene. Adios.

Volví a casa pensando. Nada de sexo hasta… buff. Perfecto. Sencillamente, perfecto.

El Gran y Divino Gobierno se había pasado. Vale que se hubieran declarado amos y señores espirituales y materiales de los seres humanos; vale, que hubieran puesto la asistencia a los ritos religiosos so pena de muerte; vale, que haya toque de queda; vale, que erradicaran el tabaco, el alcohol y las demás drogas; vale que no puedas hacer ruidos por las noches (te avisan una vez, a la siguiente los propios guardias papales quitan la música, previo asesinato). ¡Pero que nos quiten el sexo prematrimonial va en contra de cualquier concepción lógica de la vida y el universo! ¡Es una violación a nuestros derechos!

La vida acababa de perder todo sentido.

Al llegar a casa con estos funestos pensamientos en la cabeza, fui directa al baño. Llené la bañera de agua caliente y cogí las cuchillas de afeitar de mi pareja. Las apreté sobre mis venas.

“Si al menos me hubieran dejado el clítoris… ahora podría masturbarme”, pensé.

-Cariño… ¡Qué haces!- Mi pareja entró en baño, sorprendiéndome a punto de quitarme la vida.
-Suicidarme un poco y tal. Me han quitado los genitales.
-¡Ah! Traía la misma idea. Me han circuncidado mucho.
-¿Mucho?
-Sí.

Se bajó los pantalones y me mostró como, aparte de quitarle el prepucio que cubría el glande, le habían extraído un par de centímetros más.

-¡Qué horror!- Exclamé asqueada.
-Sí, duele. Me han asegurado que me volverán a injertar la piel cuando me case.
-A mi igual.

Silencio.

Suspiros.

-¿Nos casamos?- Me miró con ojillos de cachorro abandonado.

Hice una mueca a medio camino entre el horror y la incredulidad.

-¡NO!

Suspiros.

Silencio.

Y el chop chop del agua entre mis piernas.

-¿Me la chupas un poco?

Lo miré indignada y comencé a cortar mis venas con saña tras semejante proposición.

-Eso es un no, ¿verdad?- El chaval nunca había destacado por ser una persona avispada.
-Tómatelo como quieras, vida.- Dije entre dientes.

Y recé para que no practicara necrofilia con mi cadáver.