Es como volver al útero materno. Estoy rodeada de agua y me
siento, al fin, en paz. Al principio es como si el mundo se te viniera abajo:
todo se vuelve negro y rojo. Pero ahora sólo hay una inmensa paz. Y tú estás
llorando. Lloras por tu vida. Por nuestra vida juntos. Cómo un bebé. Pero esto,
esto tenía que acabar. De una forma u otra. Tenía que acabar. Tú no querías que
me fuera y yo, en verdad, no quería irme: ¿a dónde habría ido? Eres mi todo y
yo soy tu todo: un pequeño universo de odio y rabia. Construido a base de
silencios agresivos y de sueños rotos. Pero, por favor, deja de llorar y
aplaude. El show se acaba, el telón está bajando y hemos realizado un gran
final. Por todo lo alto. ¿Escuchas las sirenas de los coches de policía? Deberías
dejar de llorar tanto, inútil más que inútil, y comenzar a recoger todo
esto. Los platos rotos. La estantería que me has tratado de tirar encima. El
cuchillo que te he hundido en las costillas. La sangre que ha salpicado por toda la casa. Los
sesos que habré dejado pegado en ese bloque de hormigón que recogimos cuando
aún nos queríamos, no teníamos dinero y decorábamos la casa con cosas que
encontrábamos por la calle. El que quedaba tan moderno con la colección de vinilos que te tiré ayer por la ventana.
Cómo te digo: un final espectacular. Esa guinda de ahogarme mientras estaba inconsciente
ha sido de película: con la piedra en el pecho y mis pelos flotando. Y ahora
lloras, nunca tuviste lo que hay que tener para hacer lo que había que hacer y nunca lo tendrás.
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